La frase “todo tiempo pasado fue mejor” parece por momentos ganar fuerza y escapar del cliché al que fue relegada, por cuanto deja de ser una simple manifestación para convertirse desafortunadamente en un sólido y desconcertante argumento.

¿Pero cómo establecer si este concepto, aplicado en concreto al tema educativo, tenga fundamento al punto de que pueda confirmarse su veracidad?

Actualmente es frecuente escuchar comentarios en todas las esferas, que hacen referencia al bajo nivel educativo que afronta nuestro país y al poco o nulo interés por parte del Estado en cambiar esta situación, algo que en realidad preocupa y que deja un sinsabor, dados los antecedentes en materia de educación que precedieron a Colombia.

¿Pero qué fue lo que llevó al ostensible deterioro, al que fuera considerado como uno de los mejores sistemas educativos de América Latina?, ¿Quizá la juventud actual no encuentra suficientes incentivos o sus propósitos son totalmente diferentes?, ¿Será acaso que se hace necesaria una urgente reestructuración de fondo y contenido en el pénsum educacional?, ¿Estarán los profesores debidamente calificados para adoctrinar de manera efectiva a nuestros niños y jóvenes?, ¿Cuentan las instituciones educativas con los recursos para facilitar una apropiada enseñanza?

Hace poco, escuchaba a un hombre entrado en sus cincuentas, dialogando acerca de variados tópicos con un grupo de estudiantes universitarios de varios centros educativos del país y en realidad fue sorprendente conocer de primera mano, el gran bache de conocimiento que existe hoy en nuestros jóvenes.

A partir de la premisa de que es importante contar con una buena estimulación cognitiva en los primeros años del ser humano, en un proceso múltiple que armonice todas las funciones mentales, tales como memoria, pensamiento, interés, atención, motivación, creatividad e imaginación entre otras, no es descabellado pensar que la tecnología puede haber aportado de cierta manera una cuota negativa, originando ociosidad en algunos de los jóvenes de hoy día.

Es difícil que una persona que haya cursado sus primeros años en los sesenta o setenta, no recuerde las largas horas tratando de desarrollar en un cuaderno, complejas operaciones matemáticas que hoy solo toman segundos en las modernas calculadoras chinas. El conocer a palmo las ciudades capitales no solo de Colombia sino de todos los países del hemisferio; la historia del país desde la época precolombina y del mundo, incluso antes de la aparición de los primeros hombres; la química, la física y la filosofía, eran los gigantes a vencer y era todo un reto el llegar a dominarlos.

Era común el conocimiento general que se tenía sobre personajes de la historia como Alejando Magno, Genghis Khan, Napoleón Bonaparte, Enrique VIII, Mao Tse Tung, Adolfo Hitler, Benito Mussolini, Jorge Eliecer Gaitán, John F. Kennedy o Luis Carlos Galán. Hoy día es difícil encontrar en nuestra juventud un acertado criterio sobre el tema, dado que para muchos de ellos, la historia realmente comenzó solo cuando ellos nacieron.

En esa época, la capital colombiana era conocida ampliamente como la Atenas Suramericana, dada la calidad de la educación y la excelencia que solía encontrarse en los prestigiosos centros educativos de la naciente metrópolis, tarea que inició concienzudamente Antonio Nariño 225 años atrás, con su círculo literario llamado “El sublime arcano de la filantropía”, en la vieja Santa Fe de Bogotá, en los albores de la independencia.

De ese reconocimiento, hoy día ya solo queda el triste recuerdo. Colombia ha pasado de ser uno de los pilares en Suramérica en nivel educativo a ocupar una deplorable posición. Tan grave es el asunto que en las pasadas pruebas del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes (Pisa, por sus siglas en ingles), considerado como el examen para alumnos de quince años, más importante y de relevancia en el mundo, Colombia ocupó sin pena ni gloria, el puesto 61 entre los 65 participantes.

Áreas básicas como matemáticas, ciencias y lectura, fueron reprobadas por los estudiantes de nuestro país, dejando en evidencia la penosa realidad que vive la educación en Colombia.

Ahora, a nivel superior, según las estadísticas, escasamente un 10% de los planteles educativos de la nación cuentan con una acreditación de alta calidad y solo algunas de ellas están escalafonadas mundialmente. Lamentable si se comparan estos logros con los de países como Argentina, Chile, Cuba y Uruguay.

Será pertinente pues, esperar a ver si alguno de nuestros legisladores en el Congreso, decide tomar este delicado asunto entre manos y esboza un proyecto de ley, que fundamente un cambio drástico en la educación colombiana y nos devuelva la categoría y clase, a uno de los países que se precia de hablar el mejor español del mundo.18