Gonzalo hundió su pie con cierta parsimonia en el acelerador de su viejo automóvil tan pronto como la luz del semáforo cambio a verde. El calor era insoportable. El tráfico sobre la Calle de Toledo en la capital española era imposible y no permitía avanzar como lo tenía previsto.
Con desespero miró su reloj y comprobó que no llegaría a tiempo al hospital universitario. Fastidiado asomó la cabeza por la ventana de su carro y profirió algunas maldiciones en voz baja. Mientras observaba por encima de algunos autos, el vehículo delante de él frenó de repente y poco o nada faltó para que chocara. Con furia e impotencia golpeó el volante de su auto. Eso no podía estar pasando. No a él. No en ese momento.
Su esposa, sentada sumisamente a su lado, le miro de reojo. Intentó decir algo, pero se detuvo al ver su reacción.
—¡Ni se te ocurra abrir la boca! —le conminó el energúmeno hombre al tiempo que levantó su mano en señal de rechazo.
Sabía claramente lo que pensaba su esposa, pero por ahora no quería escuchar sus recriminaciones.
Treinta minutos más tarde arribó finalmente al hospital y se dirigió de inmediato al área de admisiones.
—Señor Fernández, su cita era a las nueve de la mañana. Me temo que no podremos admitirlo para su cirugía —le reprochó duramente la enfermera.
—Lo siento, el tráfico me…
—Veré que puedo hacer, aunque creo que el anestesiólogo ya salió del hospital —cortó la mujer y se perdió en medio de los corredores del centro asistencial.
Algunos minutos después regresó con un manojo de papeles en la mano.
—Está bien Señor Fernández, se hará una excepción con usted el día de hoy. El doctor aceptó que sea admitido para su cirugía.
Gonzalo Fernández había sido programado por su médico para practicarle una Rinoplastia para corregirle un defecto congénito que le estaba ocasionando serios problemas respiratorios. A pesar de que el esquivó el procedimiento en múltiples ocasiones, tuvo que afrontar finalmente la situación por la presión de su familia y por el deterioro que la anomalía le estaba ocasionando a su salud.
Ahora y después de tantos ires y venires, de programar y cancelar una y otra vez la operación, de llevar al límite la paciencia del médico y de su familia, por fin estaba ahí poniéndole, como debió haberlo hecho desde un principio, el pecho a la situación.
El procedimiento como se lo había mencionado su doctor, era en realidad sencillo y no tomaría más de una hora. Luego sería trasladado a una sala de recuperación y al final de la tarde, si todo salía conforme a lo programado, sería enviado de regreso a su hogar. De acuerdo a su médico, unos vendajes por unos días sobre su nariz, serían la única evidencia que quedaría luego de la intervención quirúrgica.
Gonzalo sentía temor, por ser esta su primera cirugía. Sin embargo, disimulaba su miedo haciendo alarde de su machismo y dejando entrever que esto para él, era algo que no le intimidaba en lo absoluto.
Ya en camino a la sala de operaciones, su esposa le dio un fuerte abrazo y le deseo toda la suerte del mundo.
—Todo estará bien mi amor, no tienes de que preocuparte —dijo la abnegada mujer besándole la frente.
—Cálmate mujer —le cortó Gonzalo bruscamente— tendré una simple operación. No pienso morirme por eso.
Ella guardó silencio como siempre solía hacerlo. Odiaba la soberbia de su esposo, pero amaba la manera como él la protegía. Siempre se sintió segura rodeada por sus brazos, aunque sabía de sobra que su trato no era el adecuado.
En sus catorce años de matrimonio no tuvieron hijos, no porque no los desearan, sino por la obcecada posición de Gonzalo, en cuanto a que aún no estaban preparados para ello.
Gonzalo fue ingresado a la sala de operaciones a las diez y treinta de la mañana, mientras veía como su esposa se quedaba triste y solitaria en la puerta del esterilizado recinto. Por primera vez en su vida se sintió invadido por la pena. Entendió lo ruin y despreciable que había sido con esa noble mujer.
Sentía dolor por haberse privado de tener hijos con su esposa y de no haberle brindado la felicidad que merecía, quizá un poco a cambio de esos momentos divinos que ella siempre le ofreció. Pero tal vez aun no era tarde. Se prometió a si mismo que tan pronto como volviera a verla, le pediría que le diera un hijo. No, solo un hijo no. Muchos hijos. Los hijos de los dos.
Al tiempo que la enfermera disponía de todos los instrumentos para la cirugía sobre la mesa de Mayo, una segunda asistente ingresa con otro paciente a la sala de cirugía.
—¿Qué es esto? —inquirió Gonzalo contrariado.
—Lo siento señor, pero ha de compartir la sala con otro paciente que, como usted, también tenía una cirugía programada para hoy. —Contestó la enfermera sin inmutarse. — En la última hora hemos recibido varios heridos por un accidente automovilístico. Estoy segura que a este otro paciente tampoco le agrada tenerlo a usted en la sala, pero no tenemos opción.
Unos segundos más tarde las enfermeras abandonaron momentáneamente la sala y los dos enfermos quedaron por primera vez a solas.
—Lo siento —dijo Gonzalo apenado por su reacción.
—Pierde cuidado. Yo habría dicho lo mismo de haber llegado primero.
—Me llamo Gonzalo. Estoy un poco asustado.
—Fernando. Fernando González. —Contestó el otro hombre con amabilidad.
—Qué curioso. Mi nombre completo es Gonzalo Fernández.
—Si. En verdad es curioso. Cosas de la vida.
—¿Y estás aquí por…?
—Orquiectomia radical doble.
—¿Orqui que? ¿Qué cosa es eso?
—Removerán mis testículos.
Gonzalo quedó de una pieza. No se esperaba esa respuesta. Miró al hombre sin poder evitar sentir lastima por él. Desde su camilla y rodeado por el silencio que reinaba en el recinto, recorrió las facciones del sujeto y calculó que tendrían la misma edad y hasta la misma complexión. Le apenaba ver aquel pobre individuo.
El silencio fue quebrantado por la entrada presurosa de médicos y enfermeras, lo que no dio tiempo para que Gonzalo le dijera algo a aquel hombre. Se imaginaba el infierno que ese sujeto habría tenido que vivir.
Con rapidez la anestesia le fue administrada y un segundo antes de quedar inconsciente, vio como el mismo procedimiento le era practicado al paciente en la otra camilla en la sala de operaciones.
Luego todo quedo en penumbras.
Un par de horas después Gonzalo abrió los ojos y se sintió completamente desubicado. Estaba atontado. Sus labios rogaban por un trago de agua. Adivinó que estaba en la sala de recuperación. El reinante silencio solo era interrumpido por el bip-bip rítmico de algunos equipos electrónicos.
Intentó levantar la cabeza, pero la sentía muy pesada, entonces la giró a uno de sus costados y vio allí al hombre que entró con él a la sala de cirugía. Se veía tranquilo. Sin embargo, algo en esa situación no encajaba bien.
Miró de nuevo al sujeto mientras se preguntaba qué era lo que estaba fuera de lugar. El rostro del hombre permanecía parcialmente cubierto por un vendaje que no permitía ver si estaba aún inconsciente.
¿Pero por qué ese individuo tenía esos apósitos en su cara? ¿Por qué directamente sobre su nariz?
—¡Oh por Dios! —Gritó Gonzalo mirando al sujeto mientras intentaba levantarse de la cama.
Tan pronto como pudo colocar su codo en la camilla, levantó las sábanas que cubrían su cuerpo y dirigió la mirada a su bajo vientre.
Lo que vio lo dejo estupefacto.
Estaba desnudo y solo un vendaje manchado de sangre cubría sus genitales.
Un chillido inundó el ala norte del hospital universitario.
La enfermera de turno ingresó corriendo a la sala de recuperación, tomó el folder adosado al piecero de la cama y dirigiéndose al paciente le preguntó maquinalmente.
—¿Se encuentra usted bien señor González?
Foto portada: indianapublicmedia.org