Roger, como era habitual en él, dejó temprano su casa incrustada en una de las empinadas colinas de Santa Mónica, para dirigirse al centro de la ciudad de Los Ángeles, desde donde dirigía el selecto buró de abogados de la organización que llevaba su nombre.
Minutos antes, se había despedido de su querida esposa, quien aún permanecía acostada en la cama y en compañía del pequeño Ben, quien travieso, se unió al lecho de la pareja hacia las tres de la madrugada, aduciendo que el frio en su cuarto era muy intenso. Una nueva de tus excusas, le dijo Roger al tiempo que permitió la intrusión de su hijo entre ellos dos.
La hermosa casa de enormes ventanales, que ofrecía desde la sala principal una excepcional panorámica del océano pacífico, fue construida poco antes del nacimiento de Ben, quien ahora contaba ya con dos años de edad. Roger, dado su carácter protector, tuvo cuidado de incluir dentro de las características de la mansión, un complejo sistema de seguridad para evitar el ingreso de algún intruso a la propiedad, de esa manera era imposible acceder a la casa si no se contaba con el código correcto y la llave apropiada para desactivar el mecanismo o bien, haciéndolo manualmente desde el interior de la misma.
Rachel, su esposa, siempre pensó que este se excedía al tratar de tener todo bajo control. La vida para ella tendría era más sencilla y sin tantos aspavientos. Sin embargo, le hacía pensar a su marido, que estaba de acuerdo en cuanto el hiciera para mejorar su entorno y su calidad de vida.
A pesar de contar con el amor de Roger y con la presencia de su amado Ben, Rachel sentía por momentos que ese medio la asfixiaba dadas las largas horas que permanecía en la soledad de la enorme residencia. Los lujos y la desmesurada comodidad de su hogar, en realidad no eran lo más importante para ella.
Los parientes más cercanos de su familia vivían lejos de allí y era raro el que se frecuentaran. Desde hacía algunos días, Rachel maduraba en su cabeza la idea de convencer a Roger de tomar unas largas vacaciones por Europa, para reafirmar esos lazos que en ocasiones ella sentía que se debilitaban.
Durante el día su única compañía era Ben. Él era esa luz que ahora iluminaba con más brillo su vida y era precisamente por él, por quien aceptaba resignada el aislamiento al que la opulencia la había relegado. El niño alternaba su entretención, entre las pocas horas que dormitaba, los didácticos programas de la franja infantil en la televisión y con los juegos y aplicaciones que estaban cargadas en la tableta electrónica que fuera de su padre y de la cual se apoderó un par de semanas atrás.
Hacia la media mañana de ese martes lluvioso, Roger como era costumbre, llamó a Rachel para saber de ellos. El hombre era consciente de la soledad en que poco a poco había sumergido a su esposa, pero estaba seguro que ese era el precio que se debía pagar para lograr el éxito y la fortuna.
El teléfono timbró por diez veces seguidas antes de que el contestador automático se activara y dejara sonar la suave voz de la mujer: “Hola Soy Rachel, en este momento no puedo atender tu llamada. Por favor deja un breve…..”. Roger cortó la llamada, pensando que la mujer podría estar tomando un baño o atendiendo a su pequeño hijo. Intentaría comunicarse de nuevo en los siguientes minutos.
No pasaron diez minutos cuando Roger volvió a marcar. El teléfono repiqueteó incesante y una vez más se escuchó la grabación. “Hola Soy Rachel, en este momento…..”. Roger colgó esta vez preocupado. Su cabeza de inmediato comenzó a cavilar sobre el motivo por el cual su esposa no atendía sus llamadas.
Llamó una y otra vez a breves intervalos sin lograr la comunicación. Desesperado y sin saber qué hacer, se dirigió hacia el parqueadero en la planta baja del edificio. Sabía que le tomaría casi una hora llegar a su casa, pero no encontraba alguna otra solución. Algo estaba sucediendo en su casa y la razón le indicaba que debía actuar de inmediato.
Se sentó al frente del volante y encendió el motor, tan pronto como dio marcha atrás, el teléfono comenzó a timbrar. Detuvo el carro de inmediato y constató que era su esposa.
—¿Rachel? Me tenías preocupado. ¿Estás bien?, ¿Ben se encuentra bien? —preguntó con la voz entrecortada.
Nadie contestó. Solo el silencio estuvo presente al otro lado de la línea. Unos segundos después la llamada se cortó.
Presa del desespero marcó el número de su esposa. El teléfono repiqueteo sin que fuera atendido.
—¡Noooooo! —gritó con impotencia Roger. No podía entender lo que estaba sucediendo. Su mente se empecinaba en sugerirle lo peor.
El teléfono volvió a sonar. Él lo miró expectante mientras rogaba al cielo porque en esta ocasión lograra hablar con su esposa.
—¿Rachel?
—Hola mi amor —contestó ella con voz adormilada.
—Por Dios Rachel, ¿Me puedes explicar que…
—Calla y escucha —le contestó la mujer sin levantar la voz— tengo un fuerte dolor en el pecho, creo que es mi corazón. Me he desmayado ya dos veces y no se cuanto más duraré consciente. En este momento no puedo moverme, necesito ayuda de inmediato, siento que mi cuer…
—¿Rachel? —chilló Roger al ver interrumpida de nuevo la comunicación— contesta mi amor por favor.
En vano gritó por carios segundos. Luego la llamada se cortó por completo.
El hombre visiblemente alterado miró la hora en su teléfono. Eran las 10:40 de la mañana.
Sin pensarlo dos veces, marcó el 911 y enteró a la operadora de la llamada de su esposa y de lo urgente que era enviar a los paramédicos a su casa. También les notificó de la presencia de su hijo Ben en el lugar. Una ambulancia fue despachada de inmediato y le aseguraron que, en menos de 5 minutos la ayuda llegaría a su hogar.
Pero ahora nacía otro problema. ¿Quién abriría la puerta para que entrara la asistencia?
La casa era una fortaleza y no existía manera alguna de ingresar a ella sin la llave. Ben era la única persona que permanecía dentro de la residencia, pero el pequeñuelo nada podría hacer para ayudar a su atribulado padre.
Una imagen fugaz pasó por la cabeza de Roger. Pero luego la desechó para retomarla un par de segundos más tarde. Lo sopesó una vez más y pensó que quizá era una idea descabellada.
Dos días atrás, había descargado una aplicación en la que fuera su tableta para poder realizar una video llamada entre él y su hijo. La verdad no le explicó al infante como utilizarla, solo estuvo jugando con él por unos pocos minutos, hasta que el niño perdió el interés por el pasatiempo.
Podía intentarlo. Nada tenía que perder y mucho que ganar, pero en realidad eran varios las premisas que tenían que darse para que Ben atendiera su llamado. Uno, el más importante, era que el niño tuviese encendido y a su alcance el artefacto electrónico. Luego, que él escuchara y supiera como aceptar la llamada de su padre para iniciar la sesión. Tercero, que el pequeño Ben pudiera seguir sus indicaciones para liberar los seguros de la puerta y así dar paso a los paramédicos que estarían a unos minutos de llegar.